domingo, 30 de marzo de 2008

Otro desvarío...

Por alguna extraña razón, todo parecía indicar que aquel día sería diferente. Tal vez la temperatura, o la luz que entraba por la ventana, o el hecho de que la noche anterior la hubiera pasado soñando estupideces, como que el pelo me llegaba hasta los pies en cascadas de rizos, lo que me impedía caminar con normalidad; en cualquier caso, tomé la determinación de no permitir que las condiciones exteriores me impidieran llevar a cabo la misión que me había propuesto: escribir un par de páginas de brillante discurso, encontrar la justa expresión, las palabras más adecuadas… Las palabras, signos absurdos que nos empeñamos en juntar para dotarlos de significado... ¿con qué fin? Explicarnos la existencia, inventar historias para recrear las vidas que no vivimos, proclamar nuestras creencias como si fueran de algún interés para los demás. Y la poesía, la más arriesgada pirueta del lenguaje, el intento casi siempre vano de compartir nuestro corazón, de abrir nuestras entrañas para que todo el mundo pueda verlas, como si alguien quisiera cosernos las heridas.
No es que me falte la voluntad, pero prefiero no insistir en la necesidad de ser honesto ante la hoja en blanco, incluso cuando tenemos la certeza de que nadie leerá nuestros versos, de que ningún intruso o invitado demostrará el más mínimo interés en posar su vista en el rastro de tinta que vamos dejando mientras nos alejamos.
En definitiva, todo pasa y se pierde, en su efímero vuelo por este fragmento de universo que nos empeñamos en considerar nuestro mundo y nuestro tiempo.
Y para no seguir por este camino tan incierto, desde ahora mismo me declaro parte integrante de la corriente, del flujo incesante de energía que alimenta el planeta, del devenir que determina el futuro de la especie, de la inabarcable secuencia de acontecimientos que compone la ilusión perfecta e inamovible de que la vida sigue, al margen y por encima de nuestras pequeñas miserias, como una enorme criatura que se despereza tras un largo sueño de milenios.

Y sigo respirando, porque no sé qué hacer si no con los pulmones.

El ser humano, un auténtico bicho raro, empeñado con una asombrosa perseverancia en su propia destrucción, volverá a dejar constancia de su inagotable capacidad para sorprenderse a sí mismo, y con su habitual falta de rigor intelectual y certeza moral, llevará a cabo el más difícil todavía:

¡No me digas!
Pues sí.

En el mejor de los casos, toda reflexión termina por convertirse en un bucle, porque la pregunta siempre alberga en su seno la respuesta. Esos fugaces instantes de iluminación, ese satori repentino que nos asalta casi siempre por sorpresa, y que con frecuencia no identificamos sino como un vago recuerdo, un aroma familiar, un resplandor a veces amargo pero cálido; esos rostros que se cruzan en nuestro camino dejando una impronta perecedera pero inquietante; los misteriosos sonidos que creemos escuchar a nuestra espalda para descubrir, al girarnos, que estamos solos. Acaso tan sólo sea el azar, como esa nube que podría deshacerse en lluvia y que sin embargo permanece flotando aparentemente estática en un cielo congelado y perpetuamente gris.
Mas en la fría calma del despertar, la promesa de un día más que hay que vivir, que no hay más remedio que vivir, porque está ahí, de eso estamos seguros; y si lo pensamos bien, pues quién nos garantiza que eso es cierto, cómo podemos estar seguros de que mañana será otro día, a no ser por la costumbre, por el hábito. Y de no ser así, ¿qué más nos da? Bastante tenemos con levantarnos de la cama, como un heroico ejercicio de fe en la existencia de una realidad objetiva que constantemente se revela insuficiente; el permanente desafío a la razón que representa nuestra dependencia casi absoluta de la percepción sensorial. ¡Valiente osadía!
Y sin embargo aquí estamos, con lo puesto, por más que nos creamos poseedores de quién sabe qué conocimiento verdadero, rodeados de objetos imprescindibles y necesarios, no obstante haber demostrado ser inútiles e incapaces de hacer frente a las pequeñas oscilaciones del ánimo y el temperamento, a los sutiles contratiempos cotidianos que en ocasiones nos hacen insufrible la existencia. ¡Maldito sea quien nos enseñó el apego!
Pero ni mucho menos pierdo la esperanza, porque sé que hay un Dios Misericordioso que nos sostiene a pesar de nuestra inconcebible estupidez, y nos ofrece una y otra y otra vez la oportunidad, nos abre Sus puertas, nos muestra el Camino, y nos bendice con el aliento divino que alimenta las almas cansadas y sedientas.
Amen.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Una lágrima,corre por mi rostro,después de leerte.