jueves, 2 de junio de 2011

Se me hace tarde otra vez...

Habría bastado con dejarme caer blandamente hasta desaparecer en la oscura y roja calidez de la sima que se abría a mis pies. Y ahora no estaría mirando con nostalgia cómo se alejan los trenes vacíos, cómo se ciernen las nubes al atardecer cargando el aire de humedad ardiente, cómo se desvanecen silenciosamente las sombras últimas cuando la noche llega.
Te recuerdo bailando entre risas, pero no alcanzo a escuchar la música ni el más fugaz eco de tu voz, ni una sola de las palabras que salían de tu boca y se quedaban, a veces, suspendidas en el aire como si no fueran a llegar a su destino, dibujando una estela blanca que acababa por evaporarse como el rastro de un avión en el cielo (esos aviones que uno nunca sabe hacia dónde se dirigen -si acaso al este, o al sur-).
Percibo nítidamente, sin embargo, el sabor ácido de los pimientos rojos que salían del horno chisporroteando, el calor casi insoportable en la cara al acercarme a oler su bendito perfume mientras en la mesa aguardaban, en perfecta simetría, los cubiertos, los platos, los vasos y las servilletas; el pan cortado en la panera, la jarra con el agua, el salvamanteles, y un pequeño jarrón con las flores que traje del mercado el jueves anterior.
Sin embargo, permanecí en pie frente a la mesa, con las manos sujetando el respaldo de la silla vacía. Servicio para dos -pensé-, girando la cabeza levemente hacia la otra silla, también desocupada. Los pimientos se enfriarán, qué desperdicio. Y puede que las flores se impregnen de su olor: rosas apimentonadas.
Serían las tres cuando
, recostado en el sillón, escuché entre sueños la puerta que se cerraba quedamente.
Adiós. Son días de pimiento y rosas...