miércoles, 4 de julio de 2012

Un pájaro negro





No hay esperanza para el ave que no vuela. Tiene alas pero no sabe qué hacer con ellas. Se sienta ante una puerta y espera, sin saber exactamente qué. Quizá piensa que nadie se dará cuenta de lo inapropiada que resulta su presencia allí. Su lugar es la rama o el cielo, su destino es el vuelo, el trazo de sus plumas negras escribiendo en el viento con el lenguaje secreto e incomprensible de sus trayectorias perfectas. Pero a veces el miedo es tan intenso que se convierte en un espejo en el que nuestro reflejo asustado nos usurpa y se apodera de cuanto somos. Y el impostor viaja y trafica y se vende, traidor y cobarde, entregado a la peor causa, consumiendo los tesoros de su corazón como leña que ardiera en el fuego de la ignominia. Ese no soy yo, pero se parece tanto que al mismo tiempo me niega y con cada paso que avanza se aleja un poco más y para siempre de lo que pudo ser. Tal vez sea posible huir de este laberinto dorado y herrumbroso. Quizá pueda volver a encontrar un camino, unas huellas que seguir, un sendero en medio de la espesura o la desolación. Este vasto universo que cabe en un átomo, siempre girando -vórtice aterrador-, arremolinado en torno a un vacío sin fin que adoramos como al becerro de oro.
Me duele su belleza porque no soy capaz de comprenderla, porque no hay espacio en mi alma cansada para darle cobijo. También mi plumaje me hace parecer humano y semejante a los demás, aunque haya cien muros cercando mi jardín. Hace tiempo ya que arranqué la aldaba de mi puerta. Sembré de piedras el huerto y las regué con lágrimas. Sólo un cardo creció, florecido de espinas, y desde la caverna que habito -a duras penas- rezo para que llegue de nuevo la tormenta.
Cuando cesa la lluvia y se abre el cielo, contemplo el vuelo libre de las aves y entono humildemente la plegaria, hasta que el cuerpo aguante, mientras el alma encuentra su alimento.

jueves, 26 de abril de 2012

Entre col y col


Pasó lo que tenía que pasar: un segundo. Tiempo más que suficiente para que esos -55 mV dispararan la infinitesimal reacción en cadena, la microscópica e insignificante tormenta cerebral que llamamos pensamiento. Una idea, una ocurrencia, una impresión fugaz que gira a velocidad inimaginable, acelerando a medida que recorre circunvoluciones como un loco con un cuchillo por los pasillos de un manicomio. Y sin embargo, abrí la boca y pronuncié unas palabras. Tuve la sensación de que todos se volvían hacia mí con expresión de asombro y rechazo, pero era imposible, porque estaba solo. Mi voz sonaba lejana, como una piedra cayendo por un acantilado, engullida por el fragor del oleaje. Pero a mi alrededor todo era silencio. Inspiré con fuerza tratando de hallar un aroma peculiar que me ayudara a recordar. Y me inundó el olor a madera húmeda en una vieja iglesia del norte, los respaldos de los bancos tallados con cruces de una austeridad casi mística. Por aquel entonces yo creía, aunque no sé muy bien en qué.

Me hubiera gustado moverme, salir caminando o corriendo en cualquier dirección, y permanecía quieto como un árbol, tal vez incluso mecido levemente por el viento. Comprobé lo fácil que era sentirse solo, lo poco que importaba en realidad lo que dijera o callara. Podría cerrar los ojos y volver a estar de pie frente a aquella puerta blanca y agrietada, la puerta que separaba mi mundo de ahora del de antes, el tiempo de ahora del de aquella infancia perdida para siempre. Maldita la nostalgia, esa serpiente dulce, ese veneno fértil, esa muerte que sonríe en el umbral...
- Entonces, ¿le pongo la lombarda, o no?

- Sí, por favor. Y los canónigos.
- Pues no era tan difícil decidirse...
- Usted perdone.


Mientras cargaba con las bolsas calle abajo, pensé que no habría estado de más llevar unas fresas para el postre. Si es que no estás a lo que que hay que estar...