jueves, 16 de diciembre de 2010

El perro de Nietzsche

Cabeza de perro, cabeza de piedra: tú eres un perro, y sobre esta piedra edificaré mi iglesia, el templo de las almas deshabitadas, la religión de los corazones huecos. Elevad vuestra plegaria al viejo dios cansado que recorre los desiertos arrastrando sus pies de barro, pisándose las barbas, preguntándose qué fue lo que hizo mal - ¿acaso la libertad, una voluntad propia, la oportunidad de equivocarse?

En medio de la jauría se ocultan los lobos mientras esperan su momento, escondiendo sus intenciones tras la sonrisa llen
a de colmillos. La manada busca un jefe, convencida de que en la obediencia está su salvación. Aúllan y se retuercen pensando en la próxima comida, restregando sus pelajes en el polvo, lanzando dentelladas al aire en una danza extenuante. Hasta que la luna aparece desnuda en el cielo negro y todos se entregan al ritual atávico, a la ceremonia inmemorial del cortejo y el éxtasis; hasta que la sangre derramada convierte el suelo en un lodo espeso que lo cubre todo.

Desde la cima, un perro sarnoso, elegantemente vestido de terciopelo rojo, observa impasible la orgía salvaje, el absurdo derroche, el rictus que deforma los rostros heridos en la batalla. Y se ríe quedamente, satisfecho, henchido por la visión de su triunfo. Después, se vuelve hacia la pálida dueña de la noche y camina sin rumbo, perdiéndose entre las sombras.

Amanece al fin. El viento helado atraviesa los bosques vacíos, barriendo los páramos, arrastrando las nubes sobre la cima de los montes, dibujando volutas en la niebla. Sólo hay un silencio virgen, la quietud sagrada del primer instante. Un perro solitario olisquea en el aire, arruga el hocico y ladra. El eco le imita, y el perro huye asustado.

Petrificado por el miedo, el perro gruñe sin voz, eternamente arrepentido...