martes, 22 de septiembre de 2009

Quisiera ser...

Hace tiempo hablaba aquí de la libertad del membrillo, que consiste básicamente en la no elección. Sé que suena paradójico, pero es así. Un membrillo - o un cardo - sólo puede ser eso, lo que es. No puede decidir, como un planeta no puede cambiar su órbita por un capricho o una elección propia. Su perfección radica en el cumplimiento estricto de un destino inapelable. Este cardo iluminado por el sol ha culminado su proceso de desarrollo para convertirse en todos los cardos, en la esencia misma de ser cardo. Y es, por supuesto, perfecto.
El ser humano posee el dudoso atributo del libre albedrío. Al nacer somos unos cachorrillos indefensos, con todo por aprender. Pero la gran diferencia es que no estamos necesariamente destinados a convertirnos en auténticos seres humanos. Quiero decir, completos, equilibrados, felices, plenos. Y es que podemos decidir, y lo hacemos constantemente, a cada instante. Todas las crías de especies animales alcanzan la plenitud aprendiendo los estrictos códigos de sus progenitores y misteriosamente guiados por el instinto de la especie. Si no lo hacen, la Madre Naturaleza acaba con ellos por alguno de los múltiples y eficaces métodos que ha desarrollado a tal efecto: depredadores, enfermedades, pérdida del territorio, etc. Y hay algo más importante: los animales - y las plantas - no piensan. No amanecen y se dicen: "Vaya lata, hoy tengo que volver a rastrear el terreno en busca de semillas, brotes o presas para alimentar a mis cachorros y garantizar mi subsistencia". Claro que tampoco tienen que pagar los plazos del televisor de plasma de 50 pulgadas que no les cabe en el salón y que se ve mucho peor que la tele vieja.
Así que nos toca decidir. Y es para toda la vida. Y nuestro instinto es bastante pobre, por no decir nulo, y por si fuera poco además lo vamos perdiendo desde que decimos gugu tata. Entre lo que nos enseñan y lo que aprendemos. Sin esa guía casi infalible, sin el mapa de la herencia de especie, nos perdemos constantemente. Unos más que otros, claro. Porque nos hicimos civilizados, y todo lo sencillo pasó a ser complicado. De hombres pasamos a ser ciudadanos, y después clientes. Esta crisis no es un accidente, me temo.
Total, que envidio al cardo y al membrillo hasta la médula. Así que vendo mi libertad, o la subasto al mejor postor. Ahora sólo necesito que alguien me riegue el tiesto de vez en cuando, salvo que mi destino sea agostarme o ser pasto de los pulgones.
Que sea lo que Dios quiera...

jueves, 3 de septiembre de 2009

¡Alehop!

Aunque ya era demasiado tarde, comprendí que el tiempo es mentira. Los relojes, los calendarios, los intervalos, la duración. Todo falso. Lo perdurable y lo fugaz. Recordé haberlo leído en El Perseguidor, que de repente volvió a mi memoria como escrito en letras de fuego. Detuve mi mirada en las miradas de asombro que parecían sujetarme, o simplemente esperaban lo inevitable. Pero ellos seguían convencidos de la existencia del tiempo, y por eso apenas pudieron trazar la trayectoria que veloz se dibujaba ante sus ojos. En cambio yo pude detenerme a contemplar morosamente sus rostros llenos de espanto, o tal vez no era sino avidez, la adrenalina estallando como un volcán, la eléctrica e intensa emoción del trágico desenlace que, en el fondo, uno siempre espera. En los escasos quince metros - el espacio, otra ilusión burda y falaz - recuperé el aroma inolvidable de su pelo, la primera vez que la ví y me acerqué lo suficiente como para sentir la fragante y sedosa ondulación rubia que el sol hacía brillar como una hoguera en la noche. Y también las palabras formaron un mar, una espuma densa de significados que explicaban el mundo para hacerlo habitable, por más que ahora no llegaran a expresar un sólo átomo de verdad. Lo real estaba ahí, a punto de revelarse en su inconmensurable sencillez, tan transparente que es imposible verlo con los ojos abiertos, tan claro y explícito que la mente se detiene asombrada, incapaz de abarcarlo por un instante siquiera. Pero precisamente un instante - lo eterno, lo increado, lo preexistente - y la vida se transforma en muerte, en nada, en vacío, en el rostro invisible; la materia desintegrada, la cáscara, el envoltorio inerme; el misterio del alma, el espíritu puro, la rueda, el ángel de luz, la esfera.
El grito dio paso al silencio. Se llevaron el cuerpo, y yo lo veía como veía todo, cada aliento, cada lágrima, cada ínfimo temblor. Lentamente fueron abandonando la carpa, como cortejo fúnebre, los rostros contraídos, los ojos húmedos. Sentado en la cuerda floja, el último foco proyectaba, obstinadamente, la sombra de lo que fui. Pero yo ya no estaba allí.
Mañana habrá función, porque la rueda sigue girando.
Como si el tiempo existiera...