martes, 29 de abril de 2008

Caracoleando en la noche

No es cierto que una imagen valga más que mil palabras. Depende de la imagen y de las palabras, claro. Pero la fotografía que traigo hoy a este blog (que ostenta el record negativo de comentarios por entrada, dicho sea de paso) es una verdadera tentación para las obviedades. De modo que, como muestra de consideración hacia mis escasos visitantes, les ahorraré la consabida perorata. Y no es que no me resulte sugerente, ni siquiera por el hecho de tener una vez más a un caracol como protagonista. Será que estoy cansado.
Pero sí me permitiré la libertad de establecer una pequeña comparación, y perdonen el impudor de hablar de mí mismo. Es lo que tienen los blogs.
Como un caracol, probablemente soy mucho más blando por dentro de lo que pueda parecer. Incluso la concha, que se supone que les protege, es asombrosamente frágil. Así que un caracol blanco sobre asfalto negro es una especie de invitación al aplastamiento. No me quedé, después de hacer la foto, a comprobar si sobrevivía a su temeraria aventura. Supongo que no.
Como un caracol, siento que el mundo va mucho más deprisa que yo, que mi ritmo es inapropiado, incompatible incluso con la vorágine que me rodea. No hablo siquiera de la vida en las grandes ciudades. Es la vida en sí, una especie de urgencia, de impaciencia, de ansiedad por llenar los vacíos, los pequeños huecos, las rendijas del tiempo. Claro que ahora vivo - sobrevivo - con un agujero negro en el pecho, con una oquedad oscura que absorbe cuanto se aproxima a ella: la energía, la luz, el aire, el tiempo... Pues eso, como un agujero negro, pero sin un Einstein que lo explique. Y sí, vivo mis días como Sísifo, pero con la sensación de que la piedra es cada vez más grande. Qué cansancio sin fin. Y cada mañana me pregunto si mi delicada concha en espiral será capaz de soportar las pisadas del día. Y claro que las soporta, qué remedio. Porque no soy un caracol, sólo un hombre herido.
Y esta noche cuento estas cosas porque tengo la sensación de que nadie las va a leer. Da igual si hablo de caracoles, de Satán, de universos paralelos, del amor o de la muerte. Sólo son palabras cayendo por el sumidero virtual en el que confluyen todas las cloacas de la Red. Qué dramático suena eso, pero no es para tanto. Si lo miras con un poco de distancia, es más bien poca cosa.
Como un caracol blanco sobre el asfalto negro.
Y esta vez no me importa que no hagáis comentarios.

lunes, 28 de abril de 2008

La montaña líquida

Ya he comentado en anteriores ocasiones el inagotable horizonte artístico y expresivo que ofrece la fotografía, que nada tiene que envidiar a las otras artes consideradas "mayores" - más por prejuicio que por cualquier razón de verdadero peso. El principal obstáculo al que se enfrenta el espectador es también un prejuicio, un condicionamiento: si es una fotografía, debo identificar un sujeto real, un objeto reconocible, una forma, algo a lo que darle un nombre. No haré lo mismo ante un cuadro o una escultura, que vuelan libres del lastre de tener que representar fielmente la naturaleza y sus objetos. Pero la fotografía no puede evitar su exacta reproducción, incluso cuando prescinde del cromatismo original. Sin embargo, eso no es del todo cierto. Si el amable visitante de este blog quisiera hacer el esfuerzo de observar esta imagen sin añadir la búsqueda compulsiva de referentes naturales, ¿qué estaría viendo? Quizá un universo en descomposición, el desvanecimiento tembloroso y fugaz de una gran masa de formas imprecisas, un vórtice precipitándose vertiginoso hacia la nada oscura, tres transfiguraciones efímeras y voluptuosas, un vacuo juego de tonalidades grises... Pero yo estaba allí, frente a la pared rocosa, a la orilla de la Negra Laguna de las leyendas. Y el ojo del fotógrafo decidió que no había rocas ni laguna, sino un océano vibrante de formas sin nombre, una oscilante metamorfosis de lo sólido en líquido, de lo líquido en etéreo, de lo etéreo en un magma inaprensible, una reverberación, millones de ecos diminutos, la ebullición del caos...
Lo verdaderamente maravilloso es que podemos contemplar, simultáneamente, la montaña reflejada en el agua y la génesis misma de un universo nuevo de significados. Lo real, y lo real transfigurado. Lo que veo y lo que imagino. Y, tal vez, sentir una cierta emoción, un recuerdo sonámbulo que se va perdiendo en los pasillos del olvido.

viernes, 25 de abril de 2008

Los pájaros de la felicidad

Dos pájaros morados de pico azul volando por un cielo blanco. Se los dibujé a mi hijo Nicolás en el ordenador, y con la magia de la informática los movía arriba y abajo, haciéndolos aparecer y desaparecer. Nicolás reía a carcajadas, con esa risa de los niños llena de sorpresa, perplejidad y pura alegría. Sé que puede parecer simplista y hasta demagógico, pero cuando pienso en lo fácil que es para un niño ser feliz, no puedo evitar concluir que a medida que crecemos nos vamos volviendo idiotas. No sé si tenemos un destino - o un Destino - en la vida, pero es evidente que nuestro principal objetivo es la felicidad. Sería perfecto si no fuera por el pequeño detalle de que ignoramos lo que la felicidad es en realidad. Lo consulto en el Diccionario (DRAE) y menuda decepción: 1. Estado del ánimo que se complace en la posesión de un bien. 2. Satisfacción, gusto, contento. No es que se mojen mucho los señores académicos. Trato de cambiar el enfoque: ¿Son felices las aves? ¿Los insectos? ¿Las plantas? Pero me veo de nuevo hablando de membrillos. ¿Es más feliz quien tiene mucho o quien necesita poco? Supongo que si tu felicidad depende de algo ajeno a ti mismo, estás inevitablemente condenado a ser siempre infeliz. Los acontecimientos y las circunstancias escapan constantemente a nuestro control, así que no parece ése un buen camino. Conócete a ti mismo - como muy bien nos aconsejan los sabios desde que el mundo es mundo - es un buen comienzo, sin duda. Pero es un trabajo que dura una vida entera ( y es probable que no tengas tiempo de dejar la tarea terminada). Se hace tarde, y todavía no tengo una respuesta satisfactoria, ni medianamente presentable... Sospecho que no existe tal respuesta, pero finalmente me atrevo a aventurar una hipótesis. La felicidad es un balance. Observar las cosas que la vida ha ido poniendo en tu camino. Aprender a reconocer su verdadero valor (ya sé, para eso hace falta un criterio medianamente digno, y no es fácil). Como en el mundo de lo material, las cosas realmente valiosas no pierden su valor con el tiempo: lo conservan y lo incrementan. Eso es una buena pista. La felicidad habita en el alma. Fuera de ella todo es circunstancia, y por tanto mutable y poco de fiar. Así que tenemos un camino interior. Vaya una gracia. Y yo preocupado por la factura del móvil...
Nicolás no es feliz por los dos pájaros morados que bailan en la pantalla, sino porque está sentado en las rodillas de papá, que le hace cosquillas con el bigote en el cuello mientras le dice: Te quiero.

miércoles, 23 de abril de 2008

Los árboles de la vida

Por alguna razón, a menudo atribuimos cualidades humanas a otras especies o seres que en principio son incapaces de poseerlas. ¿Puede un animal ser noble? ¿Compasivo? ¿Perverso? Es nuestra inevitable tendencia a antropomorfizar cualquier cosa...¡Incluso a Dios! En fin, supongo que por humano yo tampoco me libro de esa tentación. Y para mí los árboles son algo así como los custodios de la humanidad. Son señales, símbolos, ejes que nos marcan una dirección a seguir. Empezando por su estructura. Si pudiéramos ver al mismo tiempo el árbol al completo, observaríamos una extraña simetría, la forma en que se expanden las ramas y las raíces, como si al darle la vuelta continuara siendo el mismo árbol. Avanzando de la misma forma hacia el cielo y bajo la tierra. Aferrado a su origen terrenal, y anhelando elevarse hacia un destino celestial. Conectado a la esencia, asimilando nutrientes del suelo y transmutando su energía gracias a la luz del sol. Las raíces permanecen ocultas, invisibles, pero son las que sostienen al tronco y las ramas, no importa lo grandes que sean. Lo interno y lo externo, en equilibrio perfecto, lo que es arriba como lo que es abajo: la base del conocimiento hermético. El árbol de la vida. Cambiando constantemente sin dejar de ser el mismo. Un ser vivo que a veces parece petrificado, un catalizador de la energía telúrica, una antena cósmica.
Hay algo que conforta profundamente el alma al observar un árbol, y sospecho que se trata del reconocimiento de un esquema que se halla grabado como un troquel en nuestro espíritu. Un arquetipo que nos muestra nuestro lugar en el mundo. Una forma de estar y de parecer.
Por eso todos los árboles son sagrados.

lunes, 21 de abril de 2008

Destino de araña

Y seguimos en el micromundo. Es curioso, pero a medida que voy rescatando material fotográfico voy siendo consciente de hasta qué punto me atrae esa especie de universo paralelo, esa réplica a escala de nuestra realidad cotidiana. Como esta diminuta araña, esperando pacientemente en el centro de su tela a que se acerque su desayuno. Vive -o vivía - en un gran bosque, entre enormes abetos, allá por Tolosa. Pero su mundo es su red, tejida con esa precisión de ingeniería técnica, reparada con constancia incansable, mantenida con primor y esmero. Es su hogar y su medio de vida, así que no es para menos. El conocimiento necesario para la prodigiosa tejeduría se halla en su herencia genética, que probablemente se remonte a miles de años - tal vez millones - de constante evolución y perfeccionamiento. El resultado es de una eficacia innegable, y además de una belleza hipnótica. Y eso me lleva a preguntarme si no habrá en el ser humano un conocimiento similar, si nuestros genes no contienen una información tan valiosa que nos permita realizar nuestro destino con la perfección natural de las otras especies. Hablaba recientemente de la membrillez del membrillo y su plenitud, concepto que es evidentemente aplicable a casi todas las formas de vida, e incluso a otros entes como los minerales o las moléculas. Quiero decir que parece haber un fin evidente de realización, una forma de desarrollo ideal para cada criatura de este mundo, un destino intrínseco e ineludible al que se deben como eslabones de la infinita cadena de la evolución. Y como parte del necesario equilibrio planetario, y seguramente cósmico - hasta donde nos alcance la mente. ¿No es posible, entonces, que la humanidad posea un destino similar, un desarrollo ideal, una evolución como especie que nos conduzca a la mejor expresión de nosotros mismos, más allá de diferencias culturales o raciales? ¿No existe un modelo, un arquetipo, una referencia, en eje que nos guíe en el camino que nos lleva desde el nacimiento hasta la muerte - y tal vez más allá? Quizá sólo sea una aspiración, un deseo expresado en voz alta, la esperanza de que podemos ser mejores, más completos, más nobles, más dignos, más humanos. Si es que ser humano significa algo más que nacer, crecer, multiplicarse y morir. Y yo creo que sí. De lo contrario, y siguiendo con el darwinismo, más me valdría haber crecido diez centímetros más. Ahora es un poco tarde para eso.
Pero nunca se sabe...

La costumbre del caracol

Una vieja canción de Franco Battiato comienza diciendo: "Vivo como un camello en un canalón...". Demasiado a menudo me siento plenamente retratado en esa frase, que muy bien podría ser: "Vivo como un caracol encaramado a un hierro oxidado". Aún sigo sin comprender cómo y por qué tienen los caracoles esa extraña tendencia a trepar a lugares insólitos, y me temo que suelen ser el último de sus destinos. En este caso resulta incluso más raro, porque hasta la posición del molusco parece desafiar la gravedad. Como un acróbata permanece suspendido misteriosamente, en una postura inverosímil, y uno no puede dejar de preguntarse qué iba buscando para acabar en semejante situación. A veces tengo la sensación de que la naturaleza nos va dejando pistas, composiciones peculiares que normalmente permanecen inadvertidas, y que sólo ocasionalmente son descubiertas por el ojo ocioso o atento del fotógrafo, que no tiene más remedio que dejar constancia de su hallazgo. ¿Ocultan algún significado estas anómalas combinaciones de elementos? Más allá de la coincidencia de espirales - caracol y ferralla -, del contraste entre la dureza del hierro y la fragilidad de la concha, entre la recogida redondez del animal y la enhiesta rigidez del metal... No acierto a ver sino otro de los tantos enigmas absurdos que la vida nos presenta caprichosamente - o quizá no tanto. Supongo que puede ser considerado fácilmente como una pérdida de tiempo, pero me quedo con la imagen como reflejo de ese sentimiento de inadecuación, de desplazamiento, de encontrarte fuera de lugar y de momento, siempre un poco al margen; a veces rozando lo extravagante, y sin embargo poseedor de una cierta clase de elegancia y dignidad.
Como un camello en un canalón.
Como un hombre que fotografía caracoles.
Como yo, por ejemplo.

miércoles, 16 de abril de 2008

Lo real y otras zarandajas

Hay un aspecto particularmente interesante de la fotografía, y es su relación con la realidad. Aparentemente, lo que muestra una foto es un fragmento del mundo real. Y en apariencia nos lo muestra con objetividad implacable. Veo los tejados, las ramas de los árboles agitadas por el viento, las nubes intentando ocultar el brillo de la luna, el campanario de una iglesia. Todo está ahí, puedo describirlo con claridad. Pero no es tan real. Es una imagen, un recorte, un encuadre. Sólo enseño lo que quiero enseñar. Si abro el plano, la torre del campanario se perderá en el fondo. Si espero un poco más, las nubes cubrirán la luna y todo aparecerá en penumbra. Si aumento la velocidad de obturación, las ramas no revelarán su violenta agitación. Puede pareceros real, pero no lo es. Y eso es sólo mi interpretación. Luego viene la del espectador, que añadirá sus propios matices. Así pues, una fotografía nos habla de lo que nos muestra y de quien lo ha hecho visible. Y parece que en la vida sucede lo mismo. Nos contamos fragmentos de la realidad que previamente hemos seleccionado, expurgado, tamizado con mil filtros diferentes. Contando la realidad nos contamos a nosotros mismos. Pero lo real está más allá de lo que podemos aprehender. Los sentidos no son muy de fiar, el intelecto acostumbra ser demasiado estrecho, y la intuición demasiado ambigua. Y a pesar de todo ahí estamos, juzgando como dioses con cabeza de hormiga. Yo no sé, pero a veces el universo me queda grande. Como dice Nasrudín, muéstrame tu dolor, y yo te mostraré a Dios.
Adiós.

domingo, 6 de abril de 2008

Anécdotas de otro mundo

Un ser venido de otro mundo ha establecido el que se considera como el primer contacto directo y científicamente demostrable de la historia de la Humanidad. Tras su aterrizaje ayer por la tarde en los alrededores de la capital, se dirigió a las autoridades locales para solicitar los permisos establecidos por las ordenanzas municipales, ya que su intención, según ha declarado, es dar a conocer el folclore de su planeta, rico en danzas y melodías populares. En la imagen podemos observar al citado ser ejecutando una de dichas danzas, de nombre “Hache”, en la que los brazos superiores e inferiores realizan sucesivos giros y contorsiones de gran dificultad y belleza plástica, al tiempo que las piernas o tentáculos inferiores se limitan a procurar al ser un precario equilibrio que añade más emoción si cabe al conjunto. Finalizada la danza, los aplausos del público congregado se prolongaron durante varios minutos. (El Correo Nacional, 25 de septiembre de 1903)

martes, 1 de abril de 2008

El grito de un hombre


Un hombre que grita sin furia, que grita cuando nadie le puede escuchar, perdido en un páramo rojo y desolado. Arroja su voz para poder oírse, para recuperar al menos el eco de su propia existencia. Podría mostrarte - piensa - el lugar exacto en que la vida se transforma en nada, la intersección vertiginosa de los dos mundos, remolinos de ceniza brillando como diamantes falsos. Quizá pueda colgar de las paredes las máscaras que uso para que no me duela tanto mi reflejo. Y comprarme un sombrero que me haga parecer otra persona. Pero siempre ando buscando la salida de tanto laberinto que me invento, y me río de Sísifo (y eso que soy la piedra).
Un hombre grita, y de su garganta enrojecida brota un poema que ya apenas recordaba:

Vívidas tras el sueño,

como amapolas, vírgenes aladas,
con los labios cubiertos de rocío,
susurrando sus nombres de sirena
en los oídos tiernos de los niños que habían de nacer aquella noche.
El mar estaba en calma, pero rojo;
el cielo era una perla, la luna una guadaña,
en el páramo aullaban las ausencias.
Los ojos se cerraron sin saberlo,
las lágrimas guardaron su secreto
y apenas se podía ver un hilo
- tan estrecho era el tiempo, y el silencio,
tan finos los recuerdos -.
Y al fin llegó el momento revelado,
las almas se encarnaron en los cuerpos,
la lluvia descendió sobre el desierto;
la vida florecía
en un corazón árido,
en un erial sediento
del amor de los hombres
y del agua que viaja en los brazos del viento.