lunes, 12 de enero de 2009

Copito a copo

Ha nevado en Madrid. Hacía mucho tiempo que no nevaba tanto, y aquí la nieve siempre es un acontecimiento. El caos circulatorio habitual se convierte en un pandemónium, los transportes públicos se colapsan, y aunque parece que la gente no sabe si reír o llorar, se puede saborear la ilusión en el ambiente. ¿Por qué nos gusta tanto la nieve? Supongo que nos recuerda los días de la infancia, cuando su único significado era juego, batallas de bolas, muñecos con nariz de zanahoria, trineos improvisados, y el ansiado "¡no se puede ir al colegio!" Y tal vez porque hay en la nieve un algo de pureza que opera el milagro de limpiar un poco las telarañas de la mente, un aura que nos cautiva con su blancura sobrenatural. Cuando veo un campo recién nevado, siempre me quedo oscilando entre el deseo de sentir el sonido de la nieve crujiendo bajo mis pies, y la sensación de que al hacerlo estoy profanando un misterio sagrado, la inmaculada superficie del paraíso. El mundo se transforma en un espectro blanco que parece congelar, literalmente, el tiempo y el espacio. Hay una quietud aparente, casi se diría que un silencio, como si la ausencia de color absorbiera también los sonidos. Pero no debería de sorprendernos. Sólo hay que ver el diseño de los copos al nivel microscópico: cada uno es diferente, pero todos responden a un modelo de simetría hexagonal. No lo podemos ver, pero quizá lo percibimos de alguna forma, y por eso algo tan simple como gotitas de agua helada se transforma en otro de los muchos milagros que hacen que la vida sea algo más de lo que aparenta. ¿Quién puede resistirse a la tentación de sacar la mano del guante para hundir un dedo en la nieve recién caída?
Y también es posible que su necesaria fugacidad nos empuje a disfrutarla de inmediato. Sabemos que su presencia es efímera, que muy pronto el sol la volverá a transformar en agua y el encanto se disolverá en charcos y restos de sal gorda. Pero nosotros recordaremos su brillo intenso bajo la luz, su color imposible, y la sensación de que por unos momentos el mundo se detuvo para mostrar la insólita y blanca apariencia de la nada.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Si algo grande en la nieve, es que ante ella todos somos iguales. No hay clases ni status.
Todos juegan a ser niños, todos se resbalan, todos se lanzan, todos se abrigan, todos cogen una cámara y se lanzan a llenar books, todos se unen a participar de una "fiesta" que siempre llega de modo excepcional.
Porque si nevara todos los días, sería otro cantar.

Anónimo dijo...

La vida es un camino apasionante!!!!

bogormu dijo...

...Y cada día más, Chema. Claro, Gran Lebowsky, la nieve en Madrid es el sol en Islandia. Alegría para todos.