martes, 20 de enero de 2009

Domingo de Ramas

La naturaleza se dibuja a sí misma. El sol que agónicamente se filtra a través de un cielo casi transparente, abriéndose paso a duras penas entre el velo pastoso de unas nubes que hoy se han teñido de gris incandescente. La luz se cierne sobre la tierra con una vibración leve, con un trémulo agitarse que apenas se percibe. La sombra se vuelve acuosa, incierta, huidiza y frágil. La piedra es un lienzo que apenas se mantiene sólido, lo justo para que las ramas proyectadas no se pierdan en el vacío. El mundo alrededor permanece callado e inmóvil, esperando que la luz lo haga renacer por un instante, sin que nadie se dé cuenta de su inexistencia. Una urraca - o quizá un mirlo - se esconde entre las pocas hojas secas que aún se aferran, ignorando que su tiempo ha pasado, colgando inertes como murciélagos pálidos. El aire es frío, y azul, y sedoso, y lo envuelve todo amorosamente. El grito de un niño estalla, y después se apaga y la rueda del tiempo vuelve a girar pesadamente, con su ronroneo familiar. Es enero, el mes en que el año empieza a terminarse. Y las sombras se ocultan en la luz difusa de esta mañana de domingo. Pero no se irán, sólo se duermen hasta que el sol decida despertarse. Lentamente me voy, nos vamos, escuchando el viento que susurra su canto gélido. La vida se despliega poco a poco, y salimos del cuadro tratando de no hacer mucho ruido. Ahora que ya no miro, tal vez las sombras hayan florecido.

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