Buscar la belleza oculta, la que se esconde a las miradas cotidianas, la que se disfraza de rutina o se acurruca entre los pliegues de la normalidad. Acechar el asombro, la sorpresa, el paisaje inesperado, el repentino brote de luces y sombras, un estallar de formas arbitrarias que cobran sentido ante los ojos atónitos del febril buscador. Revelación, éxtasis, perplejidad ingenua del que nunca se cansa de contemplar el centelleo de la divina luz en el espejo de las cosas, de las criaturas, de los lugares, de los seres que gritan o susurran el milagro de la existencia. La pura vida, el color y su opuesto, el sonido invisible, el despliegue inacabable de los signos, el misterioso alfabeto con que el mundo se describe a sí mismo. Descifrar el código que transforma lo real en su apariencia, frenando en su vuelo las figuras que descienden sobre la tierra como máscaras o templos, como quimeras, como niebla fantasma, como un velo que el viento agita caprichosamente. El corazón que anhela espera en sus latidos el retorno de un eco, un sonar de campanas en el hueco mudo de las ausencias, un cálido fluido que derrame el dulzor de la presencia amada. Recorrer los caminos como si nunca fueran a acabarse, como si el viaje fuera ya la meta, como si cada final fuera un principio. Y compartir el beso que la belleza otorga al peregrino, al mendicante humilde, al amante que sueña, a quien se rinde al todopoderoso influjo del instante presente. Aquí y Ahora. Siempre.
Y luego dirán que Pollock es un pintor abstracto...
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