lunes, 28 de noviembre de 2011

Little Big Bang

Tendría que haberme dado cuenta antes, pero lo cierto es que al principio apenas se apreciaba. Tan sutil era la distorsión, tan leve la deformidad, que solo acertaba a percibir un cierto efluvio de inquietud. A veces era un parpadeo velocísimo, un tremor a duras penas barruntado, un destello tenue, un vislumbre incierto. Pero el hueco que dejaba en el espacio alrededor comenzó a tomar su propio color, entre el violeta, el púrpura y el añil, no sé cómo describirlo. Tal vez un resplandor que se expandía desde aquel resquicio tan improbable. Siempre he sabido que la materia es pura entelequia, un inexplicable capricho de la cohesión molecular, un azar al que damos nombre para no perdernos sin remedio. Pero esta vez había que admitirlo: el universo se estaba encogiendo exactamente en ese punto, entre la puerta del baño y la ventana del salón. ¿Por qué aquí, precisamente? - me preguntaba en vano. Comenzaba a sentir un cierto temor, y ello a pesar de la curiosidad que me empujaba a explorar lo que podría ser el embrión de un agujero de gusano en mi propia casa. Todavía conservaba algunos neutrinos, que guardaba en una vieja caja de zapatos. Me los había enviado mi amigo Markus desde el Instituto Max Planck, y aunque me traían gratos recuerdos, nunca había sabido qué hacer con ellos. Se me ocurrió que podría probar a lanzarlos por aquel sumidero cósmico, a ver qué pasaba. Y estaba a punto de hacerlo cuando sonó el teléfono.
- ¿Sí?
- Ni se te ocurra - dijo una voz femenina, muy suave y casi sensual.
- ¿Qué? ¿Quién es?
- No preguntes y obedece. Guarda los neutrinos y aléjate de la fisura.
- ¿Pero cómo sabe...?
- Querido, - y a pesar del tono insinuante me sonó amenazador - bastante tenemos con esconder al bosón de Higgs. Deja que Dios haga su trabajo.
- ¿Dios?
- Para el que tiene fe, Dios está en un trozo de carbón. O de carbono.
- Pero entonces...
- Sé bueno. Aún no ha llegado el momento. Necesitamos más tiempo.
- ¿Quiere decir que si los neutrinos entraran en el agujero de gusano...?
- No puedo impedir que lo hagas. Pero yo no lo haría... - y colgó.
Durante unos minutos eternos me quedé mirando aquel misterioso paréntesis en el espacio-tiempo, con los neutrinos en la mano. Podía sentir el latido vibrante de la antimateria chisporroteando al otro lado. Incluso un aroma blanquecino que sugería caos y aniquilación. También un rugido ronco al fondo, muy lejano. Y de repente, una voz familiar:
- Rafa, dale la vuelta a las patatas, que se van a churruscar.
- Ya voy, ya voy...
Por eso el Universo sigue siendo un misterio.

viernes, 18 de noviembre de 2011

Entre sin llamar

Se esconde tras los muros de la conciencia. Bajo siete capas de engañosa transparencia, velado al entendimiento, ajeno al rugido incesante del pensamiento. Tal vez un fragmento de la misteriosa energía oscura que llena el Universo sin dejar huella. Habita en la más profunda sima del alma, como un magma luminoso, como mercurio iridiscente, espejo negro, oráculo silencioso, esfinge. Si ardieras hasta consumirte sólo quedaría de ti lo que se contiene en ese espacio infinitesimal que no posee dimensión ni magnitud. No se somete al juicio o al capricho, te sigue y te precede, es cuando no estás.

A veces lo recuerdas y estás vivo. Sólo eres eso y lo demás no importa. Y es lo único que no puedes perder en un naufragio.

jueves, 2 de junio de 2011

Se me hace tarde otra vez...

Habría bastado con dejarme caer blandamente hasta desaparecer en la oscura y roja calidez de la sima que se abría a mis pies. Y ahora no estaría mirando con nostalgia cómo se alejan los trenes vacíos, cómo se ciernen las nubes al atardecer cargando el aire de humedad ardiente, cómo se desvanecen silenciosamente las sombras últimas cuando la noche llega.
Te recuerdo bailando entre risas, pero no alcanzo a escuchar la música ni el más fugaz eco de tu voz, ni una sola de las palabras que salían de tu boca y se quedaban, a veces, suspendidas en el aire como si no fueran a llegar a su destino, dibujando una estela blanca que acababa por evaporarse como el rastro de un avión en el cielo (esos aviones que uno nunca sabe hacia dónde se dirigen -si acaso al este, o al sur-).
Percibo nítidamente, sin embargo, el sabor ácido de los pimientos rojos que salían del horno chisporroteando, el calor casi insoportable en la cara al acercarme a oler su bendito perfume mientras en la mesa aguardaban, en perfecta simetría, los cubiertos, los platos, los vasos y las servilletas; el pan cortado en la panera, la jarra con el agua, el salvamanteles, y un pequeño jarrón con las flores que traje del mercado el jueves anterior.
Sin embargo, permanecí en pie frente a la mesa, con las manos sujetando el respaldo de la silla vacía. Servicio para dos -pensé-, girando la cabeza levemente hacia la otra silla, también desocupada. Los pimientos se enfriarán, qué desperdicio. Y puede que las flores se impregnen de su olor: rosas apimentonadas.
Serían las tres cuando
, recostado en el sillón, escuché entre sueños la puerta que se cerraba quedamente.
Adiós. Son días de pimiento y rosas...

lunes, 11 de abril de 2011

Ojo de pez

- El azar, el azar... - se decía mientras su cabeza inerte descansaba sobre un lecho de hielo picado. El Destino es tan sólo el puro azar cuando te atraviesa de parte a parte, como un anzuelo. Todo cambia tan velozmente que nos parece inmutable. Pero la corriente te arrastra con su fuerza irresistible, como se ondula el mar fingiendo que avanza y retrocede, cuando en realidad no hace sino subir y bajar sin moverse del sitio. Es la eterna ilusión - lo he dicho siempre - ese obstinado empeño en querer dar solidez a la materia, la inexplicable cohesión de las moléculas. Un parpadeo, un aleteo de mariposa, una piedrecita que golpeamos con el zapato inadvertidamente. No consigo asir un solo instante, no puedo retener un pensamiento sin que otro lo devore, nunca seré capaz de repetir lo que he escuchado. Agitando los brazos en el aire con la vana intención de detener el viento.

Llevo el mar en mis ojos porque soy mar cuando sueño. Y aunque muerto, recuerdo.

miércoles, 23 de febrero de 2011

Post mortem

Lo primero que pensé -supongo que le pasa a todo el mundo - fue que tenía que haber algún error. Ya sé que viene sin avisar, pero imaginaba que sentiría algo justo antes de que sucediera, como un presentimiento, o un escalofrío. O que vería mi cuerpo desde arriba, como si mi espíritu flotara camino de quién sabe qué destino, dejando atrás la cáscara humana para siempre. Nunca creí mucho en eso del túnel de luz, ni en los ancestros esperándote para darte la bienvenida. Tal vez no quise pensar en ello hasta que fue demasiado tarde.

Pero era la muerte. Mi muerte. Y lo asombroso fue que no experimenté ningún cambio. Para mí todo siguió siendo exactamente igual. Si acaso notaba que los demás -mi mujer, mi hijo, mis amigos y vecinos- parecían algo desvaídos, difuminados, como si estuvieran detrás de un cristal ligeramente empañado. Y que no me hacían demasiado caso. Y aunque suene raro, no parecía importarme en absoluto. Yo hacía mis cosas, más o menos como siempre, y veía pasar el tiempo y la vida alrededor con notable indiferencia. No era aburrido, pero tampoco divertido. Al principio mostré una cierta curiosidad, la extrañeza lógica que podría sentir cualquiera al ser consciente de que está muerto y que, sin embargo, nada parece haber cambiado. Pero eso duró poco. Exactamente hasta el momento en que mi madre apareció por casa sollozando entrecortadamente, pasó junto a mí sin ni siquiera mirarme y yo me dí media vuelta y salí a comprar el pan.

Las calles eran más grises que de costumbre, y aunque lucía el sol tuve la sensación de que iba a llover de un momento a otro. Nadie cruzaba su mirada con la mía. Por el camino tropecé con un cubo de fregona que algún tendero había dejado descuidadamente en la acera, y para mi sorpresa, el cubo se cayó, derramando el agua sucia y salpicando el escaparate. Continué mi camino mientras la gente miraba asombrada ese cubo que había caído empujado por una fuerza invisible.

Cuando llegué a la panadería, me detuve en la puerta. ¿Para qué comprar pan, si no tenía hambre? Volví a casa y me senté en el viejo sofá rojo en el que acostumbraba a leer por las noches, antes de acostarme. En la mesita seguía el libro que había dejado la noche anterior. Lo cogí, y al abrirlo me di cuenta de que no distinguía las letras. Al igual que las personas y las calles, todos los objetos se habían convertido para mí en una especie de humo sólido y gris.

Entonces comprendí: estaba en el infierno. Con lo que me quedaba por leer...