lunes, 25 de mayo de 2009

Niebla amarilla

Hay algo terrible en las fotos de la infancia. La certeza de la irreversibilidad, por ejemplo. No podemos más que hacer conjeturas acerca de los sueños de ese niño que, en los 70, sostenía un balón entre las manos como quien sostiene su felicidad. Un niño que leía los tebeos de Popeye, sin atisbar siquiera la compleja relación del fornido marino con la esmirriada Olivia (también conocida como Rosario, al menos en España). Pero estaba claro que había un malo que se llamaba Brutus, y un pánfilo que comía hamburguesas. Y unas latas de espinacas que proporcionaban una fuerza extraordinaria - al menos a Popeye. El niño nunca vio esas latas en ninguna tienda, por cierto.
Lo que es seguro es que ni por un momento imaginó esa criatura sonriente que casi cuarenta años después sería lo que es hoy. Si lo hubiera sospechado, tal vez hubiera puesto más interés en el fútbol, y menos en Popeye. O lo contrario.
El adulto - con perdón - que es hoy se mira las manos y no lleva ningún balón. Apenas sostiene nada, más allá de unos jirones hechos de palabras, unas volutas de humo gris que nunca se deshacen, un hilo de recuerdos casi invisibles, un collar de lágrimas viejas, un horizonte brumoso, un sueño siempre inacabado...
Decía Nietzsche - y me sorprende citarlo - que el remordimiento es como un perro mordiendo una piedra. Supongo que tendría un mal día, como yo...
El niño del balón no sabía aún lo que le esperaba, porque entonces su vida era, sobre todo, su presente. Luego aprendería a temer al futuro y a mirar de reojo a su pasado.
Nacemos con toda la sabiduría del universo. Después nos enseñan poco a poco a olvidarla, y la sustituimos con parches de bicicleta, de los que siempre se terminan despegando. Y, si tenemos suerte, un día nos damos cuenta del gran engaño, y nos pasamos el resto de nuestras vidas desaprendiendo, intentando recordar cómo era el mundo antes de saber quién era Nietzsche.
Hoy los niños siguen jugando al fútbol, pero muy pocos ya conocen a Popeye.
Y el de la foto se sigue preguntando por qué las cosas no son como nos las contaron.

martes, 19 de mayo de 2009

Tonto en primavera


Dios, en su infinita sabiduría, ha demostrado tener un extraño sentido del humor. Se diría que dotó al ser humano de libre albedrío para asegurarse diversión eterna. Porque de las infinitas formas de utilizarlo, el homo sapiens (con perdón) se las ha ingeniado para escoger la más estúpida: complicarse la vida. Que mira que podía ser sencilla, plena y feliz. Pero para qué, con lo entretenido que es inventar nuevas maneras de sufrir.
Pregunta de examen: ¿cuál es el único animal que, cuando no tiene problemas, se los busca? ¿Y el único que nunca tiene suficiente? ¿Y el único que se empeña en huir de sí mismo -como si eso fuera posible?
Y ya metidos de lleno en preguntas retóricas: ¿qué extraño impulso nos lleva a buscar desesperadamente la aceptación ajena, qué hace que sea tan importante sentirse amado? ¿Y si sólo fuera el ego? Menudo chasco...
Amar y ser amados, ésa es la cuestión. El misterio del amor es ser inexplicable. Siguiendo con las bromas divinas, se nos ha obsequiado con una cabeza y un corazón, que además gozan de la peculiaridad de tratar de seguir siempre diferentes caminos. Tantos millones de neuronas, y es llegar la primavera, un cruce de miradas, un mohín distraído, y se acabó lo del raciocinio. Que no digo que no haya de ser así. Como casi siempre, es una cuestión de equilibrio inestable. Esto de ser humano es una lata, te lo digo yo...
Así que aquí estamos, cada vez más tontos, como de costumbre tratando de entender y no entendiendo nada. Hablo del amor y la paciencia, de aprender que el precio de sostener la rosa es clavarse las espinas, o conformarse con el color y el aroma. Hablo del ruiseñor que muere a los pies del rosal, intoxicado de amor por la fragancia, extenuado de cantar sin descanso la belleza de la amada. De la brisa que sopla caprichosamente para abrasarte el corazón. Hablo de la sed que nunca, nunca se apaga...
Qué ganas tengo de que llegue el otoño...

miércoles, 13 de mayo de 2009

...Y un agujerito para verlo.

Supongo que es un mero azar, y desde luego es algo que escapa absolutamente a nuestro control. Me refiero al lugar en que nacemos, y donde muchas veces pasamos el resto de nuestras vidas. Yo nací en Madrid, y aquí he vivido desde entonces, salvo dos cortos periodos que pasé en Segovia. Recuerdo que durante mucho tiempo odié esta ciudad. Mi sueño era ir a vivir a Asturias, por ejemplo, cerca del mar, entre verdes montañas y silenciosos valles. Durante años apenas pisé el centro, y conocía la Puerta del Sol más por fotos que por haberla pateado. Siempre pensé que era una ciudad demasiado grande, y que el ser humano no está diseñado para convivir pacíficamente en grandes masas. El tráfico, el ruido, la prisa absurda, la agitación contagiosa de hacerlo todo corriendo, como si siempre estuviéramos perdiendo un tren...
Con el tiempo, las circunstancias me obligaron a visitar con bastante frecuencia esas mismas calles que hasta entonces había evitado: Mayor, Arenal, la Plaza de Oriente, Postas, la Plaza Mayor, la calle Toledo, Chueca, Gran Vía, Preciados, la calle del Carmen... Como casi todo en la vida, la diferencia está en nuestra actitud y nuestra mirada. De pronto, todos esos lugares de los que huía como de la peste se fueron convirtiendo en parte fundamental del escenario de mi vida. Y yo, lo quisiera o no, formaba parte del paisaje, era uno más de los elementos que dan forma y carácter a una ciudad. Como los bares, los músicos ambulantes, las mercerías, las vendedoras de lotería, los repartidores, las palomas y los gorriones, la policía municipal o los kioskos de prensa.
A veces cuesta mirar tu propia tierra con los ojos del turista, del viajero, del extranjero, del que viene porque quiere descubrir algo diferente. Pero un día te detienes en un semáforo y te da por observar con mirada inocente lo que te rodea, y descubres que tiene su encanto, que a pesar de haberlo visto tantas veces, en realidad apenas lo conoces. Y comienzas a sentir que perteneces a un lugar. Aunque acabes viviendo en el otro extremo del mundo, nunca dejas de ser de donde eres. Aunque creas - y yo lo creo - que el mundo entero es tu hogar. Pues yo soy de Madrid.
Y me espanta el ruido, las obras que nunca terminan, la chulería que a veces nos desborda, el batiburrillo estético, que desaparezcan las tiendecitas de barrio, los ultramarinos, las librerías, las piperas, las fuentes y los puestos de horchata. Y que aparezcan los chirimbolos municipales, las pantallas de televisión en el metro, la Cow Parade, los agentes de inmovilidad, y los coches tuneados.
Pero ésta es mi ciudad. Podría vivir en cualquier otro lugar del planeta y ser feliz. Pero seguiría siendo de Madrid. Que sí.

martes, 5 de mayo de 2009

El corazón es un músculo raro

Ha llegado la primavera. Al Retiro, a El Corte Inglés (ahí siempre llega un poco antes), a todos los jardines y a todos los corazones. Los tópicos se agolpan, se apretujan, se abren paso apresuradamente con los codos. Las mujeres de todas las edades, como poseídas por este extraño y poderoso influjo, corren a desvestirse y se lanzan a las calles y las plazas en busca del primer rayo de sol que las tueste y torne su palidez invernal en dorado artificio. Los hombres de todas las edades, como poseídos por este influjo poderoso y extraño, se lanzan a las calles y las plazas en busca de las mujeres que previamente han corrido a desvestirse... Todo el mundo corre y gira en la loca danza de cortejo de la estación de los amores (como decía el siempre agudo Battiato). Si es cierto que somos química, estos días serán la prueba del nueve. El ser humano es una criatura curiosa y sorprendente. Y el amor, la más común y a la vez inexplicable experiencia. Ésa es la paradoja del amor: todo el mundo lo conoce y nadie sabe lo que es. Ni cómo viene, ni por qué se va. Cierto que no todos los amores son iguales, porque hay tantos como personas. Algunos no hay por dónde cogerlos. Y otros no hay por dónde soltarlos. Pero ahí estamos, venga a dar vueltas en esa rueda que no termina nunca de girar (lo cual nos obliga con frecuencia a tirarnos en marcha). Amor, amour, amore, love, liebe, eshgh, láska, αγάπη, miłość, 愛, любовь, प्यार...
La brisa de la primavera lleva en sus brazos invisibles el aroma de las rosas que embriaga los corazones... Y así nos va.

Dedicado a todos los enamorados y enamoradas.
Y a los que no lo están, también.