Aprovechando que acaba de comenzar una nueva edición del festival Titirimundi en Segovia, traigo hoy una imagen de mi humilde aportación al mundo titiritero. Se trata, como la mayoría sabréis, de un pequeño espectáculo de títeres de palo - en realidad, de aguja de punto - enmarcado en un formato peculiar procedente del cómic: seis escenarios-viñeta a través de los cuales discurría la increíble historia de Nim Hakim, el hombre del sombrero blanco. No deja de sorprenderme la necesidad que parece impulsar al ser humano a inventar diferentes maneras de contar historias. Es fácil de comprender cuando se ha experimentado, ya que el proceso de creación y desarrollo de un montaje de estas características constituye una experiencia apasionante. Cada pequeño hallazgo, cada dificultad técnica superada, cada descubrimiento azaroso o arduamente obtenido mediante infinitas pruebas es en sí una recompensa mayor que los más enfervorizados aplausos del público. Y si además te aplauden... Pues miel sobre hojuelas.
Pero es que además los títeres poseen una magia difícil de describir. Cuando funcionan bien, en apenas unos minutos olvidas que son figuras de cartón o madera o tela, y se transfiguran ante tus asombrados ojos, convirtiéndose en personajes capaces de transmitir las emociones más sutiles. Es cierto que nosotros los manipulamos para darles vida, pero no es menos cierto que ellos pueden hacer con facilidad cosas que a nosotros nos resultan imposibles. Y de ese modo se convierten en símbolos vivos de nuestras mejores virtudes y nuestras peores miserias, héroes épicos, sombras y luces danzando sobre un escenario pintado, destellos de vida, ráfagas de risa, fantasmas de la memoria, arietes del futuro... No hay nada imposible para ellos, nada escapa a su capacidad de crear universos con un calcetín, un guante o un botón.
Sólo nos queda agradecerles su entrega a la maravillosa tarea de ofrecernos unos instantes de fantasía reales como la vida misma. Y regalarles el aplauso que se merecen por hacernos un poco más felices.
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