Por alguna razón, a menudo atribuimos cualidades humanas a otras especies o seres que en principio son incapaces de poseerlas. ¿Puede un animal ser noble? ¿Compasivo? ¿Perverso? Es nuestra inevitable tendencia a antropomorfizar cualquier cosa...¡Incluso a Dios! En fin, supongo que por humano yo tampoco me libro de esa tentación. Y para mí los árboles son algo así como los custodios de la humanidad. Son señales, símbolos, ejes que nos marcan una dirección a seguir. Empezando por su estructura. Si pudiéramos ver al mismo tiempo el árbol al completo, observaríamos una extraña simetría, la forma en que se expanden las ramas y las raíces, como si al darle la vuelta continuara siendo el mismo árbol. Avanzando de la misma forma hacia el cielo y bajo la tierra. Aferrado a su origen terrenal, y anhelando elevarse hacia un destino celestial. Conectado a la esencia, asimilando nutrientes del suelo y transmutando su energía gracias a la luz del sol. Las raíces permanecen ocultas, invisibles, pero son las que sostienen al tronco y las ramas, no importa lo grandes que sean. Lo interno y lo externo, en equilibrio perfecto, lo que es arriba como lo que es abajo: la base del conocimiento hermético. El árbol de la vida. Cambiando constantemente sin dejar de ser el mismo. Un ser vivo que a veces parece petrificado, un catalizador de la energía telúrica, una antena cósmica.
Hay algo que conforta profundamente el alma al observar un árbol, y sospecho que se trata del reconocimiento de un esquema que se halla grabado como un troquel en nuestro espíritu. Un arquetipo que nos muestra nuestro lugar en el mundo. Una forma de estar y de parecer.
Por eso todos los árboles son sagrados.
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