Ya he comentado en anteriores ocasiones el inagotable horizonte artístico y expresivo que ofrece la fotografía, que nada tiene que envidiar a las otras artes consideradas "mayores" - más por prejuicio que por cualquier razón de verdadero peso. El principal obstáculo al que se enfrenta el espectador es también un prejuicio, un condicionamiento: si es una fotografía, debo identificar un sujeto real, un objeto reconocible, una forma, algo a lo que darle un nombre. No haré lo mismo ante un cuadro o una escultura, que vuelan libres del lastre de tener que representar fielmente la naturaleza y sus objetos. Pero la fotografía no puede evitar su exacta reproducción, incluso cuando prescinde del cromatismo original. Sin embargo, eso no es del todo cierto. Si el amable visitante de este blog quisiera hacer el esfuerzo de observar esta imagen sin añadir la búsqueda compulsiva de referentes naturales, ¿qué estaría viendo? Quizá un universo en descomposición, el desvanecimiento tembloroso y fugaz de una gran masa de formas imprecisas, un vórtice precipitándose vertiginoso hacia la nada oscura, tres transfiguraciones efímeras y voluptuosas, un vacuo juego de tonalidades grises... Pero yo estaba allí, frente a la pared rocosa, a la orilla de la Negra Laguna de las leyendas. Y el ojo del fotógrafo decidió que no había rocas ni laguna, sino un océano vibrante de formas sin nombre, una oscilante metamorfosis de lo sólido en líquido, de lo líquido en etéreo, de lo etéreo en un magma inaprensible, una reverberación, millones de ecos diminutos, la ebullición del caos...
Lo verdaderamente maravilloso es que podemos contemplar, simultáneamente, la montaña reflejada en el agua y la génesis misma de un universo nuevo de significados. Lo real, y lo real transfigurado. Lo que veo y lo que imagino. Y, tal vez, sentir una cierta emoción, un recuerdo sonámbulo que se va perdiendo en los pasillos del olvido.
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