Que la poesía es un misterio no es ningún misterio. De su poder premonitorio se habla menos, pero a veces surge, inesperado y revelador. Releo la última entrada y de repente veo. No presumo de poeta, pero inexplicablemente la pluma se convierte en la vara de Moisés y separa las aguas del mar de la vida para mostrarnos las corrientes ocultas, los paisajes abisales que son vedados al humano entendimiento. Como un códice indescifrable, la existencia decide manifestarse caprichosamente a través de unos versos que manan sin aparente control, ascendiendo desde simas desconocidas y ordenándose como su propia ley les dicta. Uno cree que escribe lo que quiere, o lo que puede, dando forma y estructura, ritmo y rima a las ocurrencias del instante. De dónde viene y adónde va tanta palabra, la lírica, la métrica, el endecasílabo que baila su pas de deux, la conjugación y el retruécano. Seamos humildes: la poesía nos escribe sin que podamos evitarlo. Nos posee, y luego nos utiliza para asomarse al mundo. Se burla y juega, como el viento de otoño da la vuelta y gira, y nosotros al pairo, tratando de creer que manejamos el timón. Pero viajando por ese mar en un barril, llego a las costas de una isla o continente - hasta que no lo explore no lo sé. Una mole de piedra gris me mira con una cierta indiferencia, me concede la gracia de alcanzar el bosquecillo sin aplastarme. Unas ardillas juegan o trabajan - en su caso es lo mismo - y encuentro dos tesoros: una bellota mágica - como todas - y una presencia cálida.
Impregnado de su aroma regreso, sabedor de que el mapa está marcado. Y aunque la noche cae sobre la isla, el mar cambia el rugir por el susurro para acunar los sueños de los niños, y besar a sus madres en la frente.
Y la marea sube lentamente...
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