Cara de piedra, de piedra falsa, el rostro del diablo - diablillo - que anida entre nosotros sin que nos Demos cuenta. En una calle del centro de Madrid, en una inofensiva jardinera, su mirada vacía, su gesto entre burlón y sorprendido. Esos cuernos tienen que ser de pega - demasiado bien hechos -, y el flequillo peinado con tridente, y la nariz tan Roma (ja, ja), tan achatada, tan plana, tan sin forma. Si no fuera mentira, se diría gastada por el tiempo, por el viento y la lluvia, por el paso inclemente de los siglos. Pero no, ¿de qué siglos? Hasta la boca miente, ni cerrada ni abierta, parece estar silbando o murmurando un salmo. Mejor que no responda, por si acaso.
Me da un poco de pena, tan pequeño, tan poca cosa el pobre. No pasa casi gente por su calle, y casi nadie - yo sí - repara en su presencia: con razón está triste. ¡Dejadme hacer el mal, un maleficio, una malaventura, un contratiempo, un resbalón fatal, un estropicio, un pensamiento impuro, lo que sea! Pero nadie le escucha, con esa vocecilla tan débil que el maullido de un gato la sofoca. Se ha puesto muy difícil ser malvado, hay mucha competencia desleal. Pues cuando nadie mire os sacaré la lengua, me burlaré del mundo, de su fugaz destino, de su torpe conciencia, de su pasar de largo. Mejor así, no me hagáis mucho caso, que pueda trabajar a mi manera, silencioso y discreto. Quizá sea muy tarde para cuando os déis cuenta...
Qué quieres que te diga, pero a mí esto me suena a pataleta.
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