No sé si será el contagio de estas fechas vacacionales, pero lo cierto es que no ando muy inspirado para actualizar el dichoso blog. Y como me siento un poco obligado hacia esas heróicas personas que lo visitan con perseverancia esperando encontrar alguna novedad, aquí estoy otra vez. Pido disculpas anticipadas por el aparente narcisismo de colgar una foto de mi propia mismidad - por más que el ángulo de la toma me haga parecer un poco picassiano, por así decir - pero a veces dudo tanto qué imagen utilizar que acabo renunciando a la entrada propiamente dicha.
Y ya puestos, decido lanzarme sin red a un tema que me anda rondando estos últimos días, y que no deja de ser delicado: la amistad. A estas alturas debo reconocer que aún no sé exactamente en qué consiste la cosa. Como casi todo, imagino que depende de cada persona y sus experiencias. Yo me precio de tener buenos amigos, aunque pocos. Claro que, ¿cuántos son pocos? ¿Se pueden tener demasiados buenos amigos? ¿Basta con uno o dos? ¿Cuentan igual los amigos y las amigas? En realidad, mis reflexiones van por otro lado. Sin descartar algo de paranoia por mi parte, a veces tengo la sensación de que mis amigos no me llaman, al menos tanto como a mí me gustaría. Pero lejos de ser un reproche - ni remotamente - lo que me planteo es: ¿estoy haciendo algo mal? ¿Hay algo en mi actitud que inhibe los deseos ajenos de comunicarse? ¿No soy capaz de aportar algo lo suficientemente valioso a los demás como para que hagan el esfuerzo de hacer una llamada, o enviar un mail? Y me pregunto una vez más en qué consiste la amistad. Los vínculos entre las personas son de muy diversos tipos. A veces hay afinidades intelectuales, creencias compartidas, lazos emocionales, vivencias en común, o simplemente un espejo amable en el que mirarse. Pero ¿de dónde surge la amistad, y sobre todo, qué hace que perdure e incluso se haga más profunda? Conectamos con alguien, intercambiamos información, damos y recibimos afecto, comprensión, un hombro sobre el que llorar, unos oídos abiertos al despropósito, al desahogo; buscamos consejo, consuelo, compañía, un eco para la risa, una patada en el culo, una memoria complementaria, tomar un café. Alguien con quien compartir nuestras inquietudes, alguien que nos sirva de referencia, que nos avise en caso de extravío. A veces no resulta fácil saber si uno está cumpliendo su misión, si está correspondiendo en su justa medida a aquellas personas de las que recibe ese beso o bofetada cariñosa. Reconozco que no me gusta la soledad, que disfruto más la vida si la puedo compartir, porque me ayuda a no perder la perspectiva, a no creer que el mundo es sólo como yo creo que es, a ofrecer lo que siento como bueno y a recibir con buena voluntad lo que me llega de los demás. Será que me tengo muy visto, o que no me fío demasiado de mí mismo. A medida que me voy conociendo mejor, hay cosas que me aburren terriblemente, que me irritan, que me exasperan, y el trato con los otros me obliga a controlarlas y someterlas a una férrea vigilancia. Y si se me escapan, pues ahí están los amigos para zurrarme alegremente.
Hoy he visitado la exposición de Alphonse Mucha en Caixa Fórum, y he echado de menos esa presencia amiga, ese compartir, aunque sea en silencio, la experiencia de la belleza. He disfrutado y me he emocionado, pero he salido con un cierto aire de tristeza, como si la experiencia hubiera quedado incompleta. Sé que no todo el mundo opina lo mismo, pero es lo que hay. De todas maneras ha merecido la pena.
Espero que no se me malinterprete. Desde aquí quiero enviar todo mi amor a aquellos que me honran con el favor de su amistad. Sé que vivo en sus corazones como ellos en el mío. Y al final, las palabras son lo de menos. Aunque leyendo esta entrada, nadie lo diría...
Menudo rollo. Acabaré pintando una cara en un melón para tener conversación.
Os quiero, amigos.
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