Os contaré mi historia, si es que tenéis paciencia para escucharla. Yo era un pez normal, como cualquier otro. Vivía en el mar, entre algas y corales, dejándome llevar por las corrientes cálidas, jugando con los cangrejos y las sepias. Soñaba que la eternidad azul que me rodeaba era infinita, y ni siquiera podía concebir que existieran orillas ni un confín razonable a la absoluta grandeza de mi hogar Océano. El cielo era tan sólo un reflejo liviano y evanescente, una pálida réplica del mundo real.
Un día como los demás, las aguas comenzaron a agitarse de una forma extraña. Nadé hacia la superficie para ver lo que ocurría. El viento soplaba con una fuerza inusitada y violenta, arrastrando inabarcables nubes violetas que se desgarraban entre destellos inquietantes. Decidí regresar a la seguridad de las profundidades, pero entonces sentí como si unas manos invisibles me atraparan, tirando de mí con fuerza desmedida, y comencé a ascender, girando en vertiginosas espirales. El viento formó un remolino de agua, algas y peces, y me vi elevado por los aires, dando vueltas en medio del torbellino, aturdido e inerme. Al cabo de un tiempo que me pareció un millón de años, el tifón empezó a perder fuerza, dejando a su paso un lamentable rastro de criaturas desorientadas. Yo me encontré en medio de un bosque, apenas sumergido en una charca diminuta. Las olas se habían transformado en árboles, la espuma en hierba, las gambas en saltamontes. Pronto me di cuenta de que tendría que aprender a sobrevivir fuera del mar, pero no sabía cómo. Me acostumbré a ir de charca en charco, arrastrándome, dando coletazos, deslizándome sobre las escamas. Hasta que, a fuerza de probar, mis aletas se fueron transformando en unas pequeñas piernas. Cada vez aguantaba más tiempo respirando fuera del agua, y mis pasos se iban haciendo más seguros, y finalmente aprendí a vivir en tierra firme.
Ahora soy el pez con piernas, pero a menudo echo de menos el mar, el sabor a sal, las aguas turquesas, las corrientes invisibles, el universo líquido en que nací. Si pudiera volver, tal vez tendría que aprender a nadar. La nostalgia es un sueño dulce del que no quieres despertar, pero el anhelo del retorno late como una medusa incandescente en mi corazón. El mar es un rumor en la distancia de la memoria, y su llamada no cesa jamás, como las olas. Jamás, jamás, jamás...
5 comentarios:
Haré dos comentarios brevísimos, más breves que los mismos comentarios, lo que posiblemente demuestra su escaso valor; el primero pretende ser gracioso, y el segundo es un homenaje, como que escucho la radio y me entero de las cosas importantes, bueno, allá van, que si no, me duermo antes de irme a la cama:
1º. Y pensar que no te gusta bañarte (a lo mejor es solo en las piscinas - en este caso lo comparto)
2º Es una interesante variante de la teoría del famoso homenajeado.
Psd. Y pensar que la empezó a descubrir a los 24 años. Pero claro, menudo viajecito que se marco.
Viva el tío la barba, porque la clavó. ¿a qué evolucionaremos la raza humana? ¿nos dará tiempo a dar otro paso o nos pillará el armagedom? Dinos hombrepez, ¿que futuro nos depara?
Vayamos por partes. Efectivamente, sr. Nasrudín, lo mío es piscinofobia, relacionada directamente con mis nulas habilidades para desenvolverme en el agua (donde cubre, quiero decir). Y he de confesar que hasta que ha llegado el mensaje de mr. Atrapao, no sabía a qué se refería con lo del homenaje. Habrá sido mi subconsciente, el mismo que me hizo tener la ocurrencia de llevarme como libro de cabecera "El origen del hombre" - a la sazón del barbudo - a una expedición futbolística en Roma organizada por el Opus Dei. Teniendo en cuenta que por aquel entonces tenía unos 12 años, ya se ve que uno era rarito de fábrica.
En cuanto al futuro de la raza humana... es un buen punto de partida para próximas entradas blogueras. Gracias una vez más por sus comentarios.
Me gusta la idea de que las especies que sobreviven no son las más grandes ni las más fuertes, sino las que mejor se adaptan a los cambios de su medio.
Va por todos, va por mí, va por usted mismo, Mr. Orni.
De eso se trata, Mr. Anónimo. Todos buscamos - con mayor o menos fortuna - nuestro lugar en el mundo. Y a veces, cuando lo encontramos (o creemos haberlo encontrado), resulta que cambia. Conclusión: o nos adaptamos, o nos extinguimos. Mejor lo primero, digo yo. Lo que no sé es si me saldrán aletas en las orejas... Y sobre todo en ese caso, ¿podré seguir poniéndome las gafas?
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