Como si todas las palabras del mundo pudieran salvarme. Cada instante vivido cae, como en un reloj de arena, la clepsidra que se vacía y se llena al mismo tiempo; las horas contadas, los días perdidos en la contemplación del firmamento, en la inacabable búsqueda de esa respuesta que siempre te evita. Que se esconde al otro lado del espejo, detrás de ese rostro que te devuelve la mirada aunque no quiera. Y quién es, por qué me mira con ese gesto entre cansado y furioso. Como un Dorian Gray desesperado en la añoranza de la belleza de un mundo que, en realidad, nunca existió. El ingenuo, el obediente, el sumiso. Él pagará su inocencia, encerrado en la celda más cruel, la habitación 101, donde aguarda la peor pesadilla. Mira los astros, las cosas pequeñas, lo invisible. Mira y no comprende.
Por eso hay que morir. Porque al final sólo estás tú, ¿verdad? Devastado, desnudo, insignificante. En este otoño en que el suelo se cubre de sueños abandonados, de restos de naufragios, de los viejos objetos inservibles que se te adhieren como una costra. Y los recuerdos, pesando como plomo, arrastrando una montaña con los dientes. Ese trueno lejano es tu voz de ayer que te persigue como un eco. Ese relámpago es la conciencia del presente, el látigo implacable, el ahora. Ese rayo te partirá en dos, arderás en su fuego, para ser la ceniza que se lleva el viento de la mañana.
Muerto o dormido, qué más da, abandonado, mudo. El silencio es un dulce abismo abriéndose a tus pies. Me quitas la palabra y no soy nada. Me la das, y soy menos aún. Si mis ojos pudieran decir, si mi corazón se detuviese un segundo, si todos los versos fueran una espada o un templo, o un mar oscuro.
Me doy la vuelta y ahí sigo. El aire sólido, estancado. Un aleteo breve, imperceptible. La sombra agazapada. Una música de fondo que nunca acaba. La coraza, la herida abierta, el miedo. El día esperando que la noche se vaya.
Y se irá, claro, pero siempre vuelve.