El ornitorrinco y la navaja suiza
martes, 24 de marzo de 2015
Cambio de rumbo
Un poco tarde, pero me he dado cuenta de que ni siquiera me despedí cuando decidí abandonar este blog para empezar uno nuevo. Las razones del cambio: ninguna en especial. Como cuando te tiñes de rubio o te dejas barba para no ver siempre la misma cara en el espejo.
Si alguien -cosa que dudo- ha seguido visitando este blog y quiere seguir leyendo mis bobadas, ahora puede encontrarme en La mente en la caverna.
Por último, un mensaje personal: Milla, si lees esto te agradecería que dieras señales de vida. Siempre me quedé con las ganas de mantener el contacto, pero mi proverbial horror a ser invasivo me lo impidió. Sé que esto es como lanzar una botella al mar, pero nunca se sabe. El Destino es caprichoso...
lunes, 20 de mayo de 2013
Sombrío
Te dibujas a mis pies con la tinta volátil que el sol vierte pretendiendo iluminar el mundo, y en esa paradoja eterna en que la luz es siempre madre de la oscuridad comprendo por fin la verdadera naturaleza de la dualidad. La incertidumbre es la fuente de toda certeza, el caos es el único orden posible, y la belleza es el instante en que el tiempo se detiene a contemplar su paso inexorable.
Me alargo, me extiendo, me pliego y me deformo, me retuerzo sin dolor, vuelo y desaparezco. Y es más real la sombra que el sujeto, está más viva, es más verdad porque muestra lo que yo siempre trato de ocultar. Me acompaña o me persigue, y aunque los recuerdos se desvanezcan, permanece inquebrantablemente fiel, engarzada en mi cuerpo con el vínculo indisoluble de la causa y el efecto.
Me precipito calle abajo arrastrándote como un velo, trazando la huella de mi paso sin dejar rastro. Me escondo tras una esquina umbría y tomo aliento, a sabiendas de que estás ahí aunque no te vea. Mezclado entre la gente intento confundirte, me cruzo, me atravieso, giro y cambio de sentido, solo para volver a verte frente a frente. El sol empieza a declinar y tú te alargas como si fueras a marcharte. Y se oscurece el cielo, y aunque te fundes te presiento. Todo se apaga lentamente: duermes y yo te espero hasta mañana.
Me alargo, me extiendo, me pliego y me deformo, me retuerzo sin dolor, vuelo y desaparezco. Y es más real la sombra que el sujeto, está más viva, es más verdad porque muestra lo que yo siempre trato de ocultar. Me acompaña o me persigue, y aunque los recuerdos se desvanezcan, permanece inquebrantablemente fiel, engarzada en mi cuerpo con el vínculo indisoluble de la causa y el efecto.
Me precipito calle abajo arrastrándote como un velo, trazando la huella de mi paso sin dejar rastro. Me escondo tras una esquina umbría y tomo aliento, a sabiendas de que estás ahí aunque no te vea. Mezclado entre la gente intento confundirte, me cruzo, me atravieso, giro y cambio de sentido, solo para volver a verte frente a frente. El sol empieza a declinar y tú te alargas como si fueras a marcharte. Y se oscurece el cielo, y aunque te fundes te presiento. Todo se apaga lentamente: duermes y yo te espero hasta mañana.
domingo, 14 de abril de 2013
Destino compartido
Brillaba el cristo con un suave fulgor dorado, rodeado de libros inertes, casi sepultado en el caos gitano del mercadillo misceláneo. La presencia del tigre podía resultar amenazadora, pero su aspecto un poco grotesco, tan evidentemente plástico, y su color zanahoria industrial, parecían desmentir un ataque inminente. Tal vez trataba de desenterrar al crucificado albergando una seguramente inútil esperanza de alcanzar la salvación, cuando era evidente que hacía ya mucho tiempo que habitaba en el infierno.
El cristo, por su parte, invitaba con su sola presencia a la reflexión. Hubo quienes pensaron que el mero hecho de yacer allí, en semejante estado de abandono, arrojado sin más contemplaciones entre el amasijo de objetos de dudoso gusto y valor, constituía sin duda un acto de impiedad cercano al sacrilegio. Otros, en cambio, consideraban casi un milagro que en medio de aquel desorden absurdo de trastos, archiperres y cachivaches, el áureo resplandor del Salvador pudiera iluminar las miradas perdidas de tantos ociosos transeúntes, que de este modo podrían encontrar, en su avariciosa búsqueda de gangas materiales, siquiera un atisbo de fe o un instante fugaz de devota contemplación.
¿Acaso aquella figura representaba lo divino, lo sagrado, lo trascendente? ¿Era realmente el símbolo de una creencia, de una espiritualidad, estaba imbuída de un carácter sobrenatural? ¿Y el tigre? ¿Representaba también lo salvaje, lo natural, lo felino? ¿Hasta qué punto nuestra mirada convierte los objetos en símbolos y los dota de un valor del que, como masas de moléculas mejor o peor ordenadas, carecen? Tigre y cristo, formas de plástico moldeadas en serie, juguetes sagrados y paganos, iconos destinados al culto idólatra o al juego infantil, títeres de un teatro no mucho más creíble que el escenario de nuestros desvelos cotidianos.
- Cristo Jesús, ¿cómo has podido terminar así? Si eres quien dicen que eres, ¿cómo es que no te salvas a ti mismo, o pides a tu Padre que envíe un ejército de ángeles para que te liberen y acaben con tus enemigos?
- Al igual que tú, soy un juguete en manos de los hombres. Como tú, soy utilizado para sus juegos, para sus ritos, para justificar sus actos o para condenar los de los demás. Y de la misma forma que a ti, cuando se cansan del juego me abandonan. Yo siempre quise ser tan solo un hombre como los demás.
- Y yo siempre soñé con ser una Barbie.
- Sic transit...
El cristo, por su parte, invitaba con su sola presencia a la reflexión. Hubo quienes pensaron que el mero hecho de yacer allí, en semejante estado de abandono, arrojado sin más contemplaciones entre el amasijo de objetos de dudoso gusto y valor, constituía sin duda un acto de impiedad cercano al sacrilegio. Otros, en cambio, consideraban casi un milagro que en medio de aquel desorden absurdo de trastos, archiperres y cachivaches, el áureo resplandor del Salvador pudiera iluminar las miradas perdidas de tantos ociosos transeúntes, que de este modo podrían encontrar, en su avariciosa búsqueda de gangas materiales, siquiera un atisbo de fe o un instante fugaz de devota contemplación.
¿Acaso aquella figura representaba lo divino, lo sagrado, lo trascendente? ¿Era realmente el símbolo de una creencia, de una espiritualidad, estaba imbuída de un carácter sobrenatural? ¿Y el tigre? ¿Representaba también lo salvaje, lo natural, lo felino? ¿Hasta qué punto nuestra mirada convierte los objetos en símbolos y los dota de un valor del que, como masas de moléculas mejor o peor ordenadas, carecen? Tigre y cristo, formas de plástico moldeadas en serie, juguetes sagrados y paganos, iconos destinados al culto idólatra o al juego infantil, títeres de un teatro no mucho más creíble que el escenario de nuestros desvelos cotidianos.
- Cristo Jesús, ¿cómo has podido terminar así? Si eres quien dicen que eres, ¿cómo es que no te salvas a ti mismo, o pides a tu Padre que envíe un ejército de ángeles para que te liberen y acaben con tus enemigos?
- Al igual que tú, soy un juguete en manos de los hombres. Como tú, soy utilizado para sus juegos, para sus ritos, para justificar sus actos o para condenar los de los demás. Y de la misma forma que a ti, cuando se cansan del juego me abandonan. Yo siempre quise ser tan solo un hombre como los demás.
- Y yo siempre soñé con ser una Barbie.
- Sic transit...
miércoles, 4 de julio de 2012
Un pájaro negro
No hay esperanza para el ave que no vuela. Tiene alas pero no sabe qué hacer con ellas. Se sienta ante una puerta y espera, sin saber exactamente qué. Quizá piensa que nadie se dará cuenta de lo inapropiada que resulta su presencia allí. Su lugar es la rama o el cielo, su destino es el vuelo, el trazo de sus plumas negras escribiendo en el viento con el lenguaje secreto e incomprensible de sus trayectorias perfectas. Pero a veces el miedo es tan intenso que se convierte en un espejo en el que nuestro reflejo asustado nos usurpa y se apodera de cuanto somos. Y el impostor viaja y trafica y se vende, traidor y cobarde, entregado a la peor causa, consumiendo los tesoros de su corazón como leña que ardiera en el fuego de la ignominia. Ese no soy yo, pero se parece tanto que al mismo tiempo me niega y con cada paso que avanza se aleja un poco más y para siempre de lo que pudo ser. Tal vez sea posible huir de este laberinto dorado y herrumbroso. Quizá pueda volver a encontrar un camino, unas huellas que seguir, un sendero en medio de la espesura o la desolación. Este vasto universo que cabe en un átomo, siempre girando -vórtice aterrador-, arremolinado en torno a un vacío sin fin que adoramos como al becerro de oro.
Me duele su belleza porque no soy capaz de comprenderla, porque no hay espacio en mi alma cansada para darle cobijo. También mi plumaje me hace parecer humano y semejante a los demás, aunque haya cien muros cercando mi jardín. Hace tiempo ya que arranqué la aldaba de mi puerta. Sembré de piedras el huerto y las regué con lágrimas. Sólo un cardo creció, florecido de espinas, y desde la caverna que habito -a duras penas- rezo para que llegue de nuevo la tormenta.
Cuando cesa la lluvia y se abre el cielo, contemplo el vuelo libre de las aves y entono humildemente la plegaria, hasta que el cuerpo aguante, mientras el alma encuentra su alimento.
jueves, 26 de abril de 2012
Entre col y col
Pasó lo que tenía que pasar: un segundo. Tiempo más que suficiente para que esos -55 mV dispararan la infinitesimal reacción en cadena, la microscópica e insignificante tormenta cerebral que llamamos pensamiento. Una idea, una ocurrencia, una impresión fugaz que gira a velocidad inimaginable, acelerando a medida que recorre circunvoluciones como un loco con un cuchillo por los pasillos de un manicomio. Y sin embargo, abrí la boca y pronuncié unas palabras. Tuve la sensación de que todos se volvían hacia mí con expresión de asombro y rechazo, pero era imposible, porque estaba solo. Mi voz sonaba lejana, como una piedra cayendo por un acantilado, engullida por el fragor del oleaje. Pero a mi alrededor todo era silencio. Inspiré con fuerza tratando de hallar un aroma peculiar que me ayudara a recordar. Y me inundó el olor a madera húmeda en una vieja iglesia del norte, los respaldos de los bancos tallados con cruces de una austeridad casi mística. Por aquel entonces yo creía, aunque no sé muy bien en qué.
Me hubiera gustado moverme, salir caminando o corriendo en cualquier dirección, y permanecía quieto como un árbol, tal vez incluso mecido levemente por el viento. Comprobé lo fácil que era sentirse solo, lo poco que importaba en realidad lo que dijera o callara. Podría cerrar los ojos y volver a estar de pie frente a aquella puerta blanca y agrietada, la puerta que separaba mi mundo de ahora del de antes, el tiempo de ahora del de aquella infancia perdida para siempre. Maldita la nostalgia, esa serpiente dulce, ese veneno fértil, esa muerte que sonríe en el umbral...
- Entonces, ¿le pongo la lombarda, o no?
- Sí, por favor. Y los canónigos.
- Pues no era tan difícil decidirse...
- Usted perdone.
Mientras cargaba con las bolsas calle abajo, pensé que no habría estado de más llevar unas fresas para el postre. Si es que no estás a lo que que hay que estar...
lunes, 28 de noviembre de 2011
Little Big Bang
Tendría que haberme dado cuenta antes, pero lo cierto es que al principio apenas se apreciaba. Tan sutil era la distorsión, tan leve la deformidad, que solo acertaba a percibir un cierto efluvio de inquietud. A veces era un parpadeo velocísimo, un tremor a duras penas barruntado, un destello tenue, un vislumbre incierto. Pero el hueco que dejaba en el espacio alrededor comenzó a tomar su propio color, entre el violeta, el púrpura y el añil, no sé cómo describirlo. Tal vez un resplandor que se expandía desde aquel resquicio tan improbable. Siempre he sabido que la materia es pura entelequia, un inexplicable capricho de la cohesión molecular, un azar al que damos nombre para no perdernos sin remedio. Pero esta vez había que admitirlo: el universo se estaba encogiendo exactamente en ese punto, entre la puerta del baño y la ventana del salón. ¿Por qué aquí, precisamente? - me preguntaba en vano. Comenzaba a sentir un cierto temor, y ello a pesar de la curiosidad que me empujaba a explorar lo que podría ser el embrión de un agujero de gusano en mi propia casa. Todavía conservaba algunos neutrinos, que guardaba en una vieja caja de zapatos. Me los había enviado mi amigo Markus desde el Instituto Max Planck, y aunque me traían gratos recuerdos, nunca había sabido qué hacer con ellos. Se me ocurrió que podría probar a lanzarlos por aquel sumidero cósmico, a ver qué pasaba. Y estaba a punto de hacerlo cuando sonó el teléfono.
- ¿Sí?
- Ni se te ocurra - dijo una voz femenina, muy suave y casi sensual.
- ¿Qué? ¿Quién es?
- No preguntes y obedece. Guarda los neutrinos y aléjate de la fisura.
- ¿Pero cómo sabe...?
- Querido, - y a pesar del tono insinuante me sonó amenazador - bastante tenemos con esconder al bosón de Higgs. Deja que Dios haga su trabajo.
- ¿Dios?
- Para el que tiene fe, Dios está en un trozo de carbón. O de carbono.
- Pero entonces...
- Sé bueno. Aún no ha llegado el momento. Necesitamos más tiempo.
- ¿Quiere decir que si los neutrinos entraran en el agujero de gusano...?
- No puedo impedir que lo hagas. Pero yo no lo haría... - y colgó.
Durante unos minutos eternos me quedé mirando aquel misterioso paréntesis en el espacio-tiempo, con los neutrinos en la mano. Podía sentir el latido vibrante de la antimateria chisporroteando al otro lado. Incluso un aroma blanquecino que sugería caos y aniquilación. También un rugido ronco al fondo, muy lejano. Y de repente, una voz familiar:
- Rafa, dale la vuelta a las patatas, que se van a churruscar.
- Ya voy, ya voy...
Por eso el Universo sigue siendo un misterio.
- ¿Sí?
- Ni se te ocurra - dijo una voz femenina, muy suave y casi sensual.
- ¿Qué? ¿Quién es?
- No preguntes y obedece. Guarda los neutrinos y aléjate de la fisura.
- ¿Pero cómo sabe...?
- Querido, - y a pesar del tono insinuante me sonó amenazador - bastante tenemos con esconder al bosón de Higgs. Deja que Dios haga su trabajo.
- ¿Dios?
- Para el que tiene fe, Dios está en un trozo de carbón. O de carbono.
- Pero entonces...
- Sé bueno. Aún no ha llegado el momento. Necesitamos más tiempo.
- ¿Quiere decir que si los neutrinos entraran en el agujero de gusano...?
- No puedo impedir que lo hagas. Pero yo no lo haría... - y colgó.
Durante unos minutos eternos me quedé mirando aquel misterioso paréntesis en el espacio-tiempo, con los neutrinos en la mano. Podía sentir el latido vibrante de la antimateria chisporroteando al otro lado. Incluso un aroma blanquecino que sugería caos y aniquilación. También un rugido ronco al fondo, muy lejano. Y de repente, una voz familiar:
- Rafa, dale la vuelta a las patatas, que se van a churruscar.
- Ya voy, ya voy...
Por eso el Universo sigue siendo un misterio.
viernes, 18 de noviembre de 2011
Entre sin llamar
Se esconde tras los muros de la conciencia. Bajo siete capas de engañosa transparencia, velado al entendimiento, ajeno al rugido incesante del pensamiento. Tal vez un fragmento de la misteriosa energía oscura que llena el Universo sin dejar huella. Habita en la más profunda sima del alma, como un magma luminoso, como mercurio iridiscente, espejo negro, oráculo silencioso, esfinge. Si ardieras hasta consumirte sólo quedaría de ti lo que se contiene en ese espacio infinitesimal que no posee dimensión ni magnitud. No se somete al juicio o al capricho, te sigue y te precede, es cuando no estás.
A veces lo recuerdas y estás vivo. Sólo eres eso y lo demás no importa. Y es lo único que no puedes perder en un naufragio.
A veces lo recuerdas y estás vivo. Sólo eres eso y lo demás no importa. Y es lo único que no puedes perder en un naufragio.
jueves, 2 de junio de 2011
Se me hace tarde otra vez...
Habría bastado con dejarme caer blandamente hasta desaparecer en la oscura y roja calidez de la sima que se abría a mis pies. Y ahora no estaría mirando con nostalgia cómo se alejan los trenes vacíos, cómo se ciernen las nubes al atardecer cargando el aire de humedad ardiente, cómo se desvanecen silenciosamente las sombras últimas cuando la noche llega.
Te recuerdo bailando entre risas, pero no alcanzo a escuchar la música ni el más fugaz eco de tu voz, ni una sola de las palabras que salían de tu boca y se quedaban, a veces, suspendidas en el aire como si no fueran a llegar a su destino, dibujando una estela blanca que acababa por evaporarse como el rastro de un avión en el cielo (esos aviones que uno nunca sabe hacia dónde se dirigen -si acaso al este, o al sur-).
Percibo nítidamente, sin embargo, el sabor ácido de los pimientos rojos que salían del horno chisporroteando, el calor casi insoportable en la cara al acercarme a oler su bendito perfume mientras en la mesa aguardaban, en perfecta simetría, los cubiertos, los platos, los vasos y las servilletas; el pan cortado en la panera, la jarra con el agua, el salvamanteles, y un pequeño jarrón con las flores que traje del mercado el jueves anterior.
Sin embargo, permanecí en pie frente a la mesa, con las manos sujetando el respaldo de la silla vacía. Servicio para dos -pensé-, girando la cabeza levemente hacia la otra silla, también desocupada. Los pimientos se enfriarán, qué desperdicio. Y puede que las flores se impregnen de su olor: rosas apimentonadas.
Serían las tres cuando, recostado en el sillón, escuché entre sueños la puerta que se cerraba quedamente.
Adiós. Son días de pimiento y rosas...
Te recuerdo bailando entre risas, pero no alcanzo a escuchar la música ni el más fugaz eco de tu voz, ni una sola de las palabras que salían de tu boca y se quedaban, a veces, suspendidas en el aire como si no fueran a llegar a su destino, dibujando una estela blanca que acababa por evaporarse como el rastro de un avión en el cielo (esos aviones que uno nunca sabe hacia dónde se dirigen -si acaso al este, o al sur-).
Percibo nítidamente, sin embargo, el sabor ácido de los pimientos rojos que salían del horno chisporroteando, el calor casi insoportable en la cara al acercarme a oler su bendito perfume mientras en la mesa aguardaban, en perfecta simetría, los cubiertos, los platos, los vasos y las servilletas; el pan cortado en la panera, la jarra con el agua, el salvamanteles, y un pequeño jarrón con las flores que traje del mercado el jueves anterior.
Sin embargo, permanecí en pie frente a la mesa, con las manos sujetando el respaldo de la silla vacía. Servicio para dos -pensé-, girando la cabeza levemente hacia la otra silla, también desocupada. Los pimientos se enfriarán, qué desperdicio. Y puede que las flores se impregnen de su olor: rosas apimentonadas.
Serían las tres cuando, recostado en el sillón, escuché entre sueños la puerta que se cerraba quedamente.
Adiós. Son días de pimiento y rosas...
lunes, 11 de abril de 2011
Ojo de pez
- El azar, el azar... - se decía mientras su cabeza inerte descansaba sobre un lecho de hielo picado. El Destino es tan sólo el puro azar cuando te atraviesa de parte a parte, como un anzuelo. Todo cambia tan velozmente que nos parece inmutable. Pero la corriente te arrastra con su fuerza irresistible, como se ondula el mar fingiendo que avanza y retrocede, cuando en realidad no hace sino subir y bajar sin moverse del sitio. Es la eterna ilusión - lo he dicho siempre - ese obstinado empeño en querer dar solidez a la materia, la inexplicable cohesión de las moléculas. Un parpadeo, un aleteo de mariposa, una piedrecita que golpeamos con el zapato inadvertidamente. No consigo asir un solo instante, no puedo retener un pensamiento sin que otro lo devore, nunca seré capaz de repetir lo que he escuchado. Agitando los brazos en el aire con la vana intención de detener el viento.
Llevo el mar en mis ojos porque soy mar cuando sueño. Y aunque muerto, recuerdo.
Llevo el mar en mis ojos porque soy mar cuando sueño. Y aunque muerto, recuerdo.
miércoles, 23 de febrero de 2011
Post mortem
Lo primero que pensé -supongo que le pasa a todo el mundo - fue que tenía que haber algún error. Ya sé que viene sin avisar, pero imaginaba que sentiría algo justo antes de que sucediera, como un presentimiento, o un escalofrío. O que vería mi cuerpo desde arriba, como si mi espíritu flotara camino de quién sabe qué destino, dejando atrás la cáscara humana para siempre. Nunca creí mucho en eso del túnel de luz, ni en los ancestros esperándote para darte la bienvenida. Tal vez no quise pensar en ello hasta que fue demasiado tarde.
Pero era la muerte. Mi muerte. Y lo asombroso fue que no experimenté ningún cambio. Para mí todo siguió siendo exactamente igual. Si acaso notaba que los demás -mi mujer, mi hijo, mis amigos y vecinos- parecían algo desvaídos, difuminados, como si estuvieran detrás de un cristal ligeramente empañado. Y que no me hacían demasiado caso. Y aunque suene raro, no parecía importarme en absoluto. Yo hacía mis cosas, más o menos como siempre, y veía pasar el tiempo y la vida alrededor con notable indiferencia. No era aburrido, pero tampoco divertido. Al principio mostré una cierta curiosidad, la extrañeza lógica que podría sentir cualquiera al ser consciente de que está muerto y que, sin embargo, nada parece haber cambiado. Pero eso duró poco. Exactamente hasta el momento en que mi madre apareció por casa sollozando entrecortadamente, pasó junto a mí sin ni siquiera mirarme y yo me dí media vuelta y salí a comprar el pan.
Las calles eran más grises que de costumbre, y aunque lucía el sol tuve la sensación de que iba a llover de un momento a otro. Nadie cruzaba su mirada con la mía. Por el camino tropecé con un cubo de fregona que algún tendero había dejado descuidadamente en la acera, y para mi sorpresa, el cubo se cayó, derramando el agua sucia y salpicando el escaparate. Continué mi camino mientras la gente miraba asombrada ese cubo que había caído empujado por una fuerza invisible.
Cuando llegué a la panadería, me detuve en la puerta. ¿Para qué comprar pan, si no tenía hambre? Volví a casa y me senté en el viejo sofá rojo en el que acostumbraba a leer por las noches, antes de acostarme. En la mesita seguía el libro que había dejado la noche anterior. Lo cogí, y al abrirlo me di cuenta de que no distinguía las letras. Al igual que las personas y las calles, todos los objetos se habían convertido para mí en una especie de humo sólido y gris.
Entonces comprendí: estaba en el infierno. Con lo que me quedaba por leer...
Pero era la muerte. Mi muerte. Y lo asombroso fue que no experimenté ningún cambio. Para mí todo siguió siendo exactamente igual. Si acaso notaba que los demás -mi mujer, mi hijo, mis amigos y vecinos- parecían algo desvaídos, difuminados, como si estuvieran detrás de un cristal ligeramente empañado. Y que no me hacían demasiado caso. Y aunque suene raro, no parecía importarme en absoluto. Yo hacía mis cosas, más o menos como siempre, y veía pasar el tiempo y la vida alrededor con notable indiferencia. No era aburrido, pero tampoco divertido. Al principio mostré una cierta curiosidad, la extrañeza lógica que podría sentir cualquiera al ser consciente de que está muerto y que, sin embargo, nada parece haber cambiado. Pero eso duró poco. Exactamente hasta el momento en que mi madre apareció por casa sollozando entrecortadamente, pasó junto a mí sin ni siquiera mirarme y yo me dí media vuelta y salí a comprar el pan.
Las calles eran más grises que de costumbre, y aunque lucía el sol tuve la sensación de que iba a llover de un momento a otro. Nadie cruzaba su mirada con la mía. Por el camino tropecé con un cubo de fregona que algún tendero había dejado descuidadamente en la acera, y para mi sorpresa, el cubo se cayó, derramando el agua sucia y salpicando el escaparate. Continué mi camino mientras la gente miraba asombrada ese cubo que había caído empujado por una fuerza invisible.
Cuando llegué a la panadería, me detuve en la puerta. ¿Para qué comprar pan, si no tenía hambre? Volví a casa y me senté en el viejo sofá rojo en el que acostumbraba a leer por las noches, antes de acostarme. En la mesita seguía el libro que había dejado la noche anterior. Lo cogí, y al abrirlo me di cuenta de que no distinguía las letras. Al igual que las personas y las calles, todos los objetos se habían convertido para mí en una especie de humo sólido y gris.
Entonces comprendí: estaba en el infierno. Con lo que me quedaba por leer...
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